Expresan las emociones hostiles que esta pseudo democracia ha cultivado
Por: CARLOS OGANDO | Presidente Región Manhattan Norte, Ex-presidente de la JRD, PRD de Nueva York.
Una señora mayor
cruzaba por el paso de peatones con su luz verde. El motorizado que apareció de
pronto entre los carros detenidos le gritó cuando casi se la lleva por delante:
"Quítate vieja h....".
La señora se quedó paralizada viéndolo y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El motorizado la esquivó y siguió su camino. Y el comandante Ulises que observó la escena se puso a llorar con ella, por ella, por él y por su país, donde no sólo se ha perdido el respeto y la consideración por los mayores, sino donde el insulto y la grosería es la forma de comunicación generalizada.
¿Por qué una grosería nos afecta de tal modo? ¿Cómo puede el lenguaje tener un efecto tan contundente y herir tanto como una agresión física? Quizá nadie sepa cómo sucede eso exactamente, pero es universalmente aceptado que el insulto es una forma de maltrato psicológico que puede ser hasta más grave que el físico.
Tanto peor es el hecho cuando son las autoridades quienes ofenden diariamente a los ciudadanos. Desde 2004, los dominicanos hemos sido sometidos a ese tipo de maltrato. Y esta conducta es emulada por cualquier presidente de partido aliado, dependiente o dominante, que se siente autorizado a insultar a la oposición dominicana. El contagio, por supuesto, no cesa allí; alcanza a todos los ciudadanos quienes devuelven insulto con insulto hasta que ya no saben hablar sin groserías. El léxico dominicano se ha reducido a cuatro o seis groserías que parecen expresar todos los significados posibles. En realidad sólo expresan dos cosas: las emociones hostiles que esta pseudo democracia ha cultivado (rabia, odio, desesperación, resentimiento) y la degradación moral y aniquilación cultural de nuestra nación.
Para empezar a componer este país y salvar a nosotros mismos, empecemos por rescatar el lenguaje. Quizá una manera de distinguirse del motorizado o los gobernantes soeces que nos maltratan y atropellan sea no decir groserías. Empecemos por allí. Intentémoslo.
La señora se quedó paralizada viéndolo y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El motorizado la esquivó y siguió su camino. Y el comandante Ulises que observó la escena se puso a llorar con ella, por ella, por él y por su país, donde no sólo se ha perdido el respeto y la consideración por los mayores, sino donde el insulto y la grosería es la forma de comunicación generalizada.
¿Por qué una grosería nos afecta de tal modo? ¿Cómo puede el lenguaje tener un efecto tan contundente y herir tanto como una agresión física? Quizá nadie sepa cómo sucede eso exactamente, pero es universalmente aceptado que el insulto es una forma de maltrato psicológico que puede ser hasta más grave que el físico.
Tanto peor es el hecho cuando son las autoridades quienes ofenden diariamente a los ciudadanos. Desde 2004, los dominicanos hemos sido sometidos a ese tipo de maltrato. Y esta conducta es emulada por cualquier presidente de partido aliado, dependiente o dominante, que se siente autorizado a insultar a la oposición dominicana. El contagio, por supuesto, no cesa allí; alcanza a todos los ciudadanos quienes devuelven insulto con insulto hasta que ya no saben hablar sin groserías. El léxico dominicano se ha reducido a cuatro o seis groserías que parecen expresar todos los significados posibles. En realidad sólo expresan dos cosas: las emociones hostiles que esta pseudo democracia ha cultivado (rabia, odio, desesperación, resentimiento) y la degradación moral y aniquilación cultural de nuestra nación.
Para empezar a componer este país y salvar a nosotros mismos, empecemos por rescatar el lenguaje. Quizá una manera de distinguirse del motorizado o los gobernantes soeces que nos maltratan y atropellan sea no decir groserías. Empecemos por allí. Intentémoslo.
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