Me confieso -y creo que no soy el único- profundamente preocupada por la salud de una democracia que parece bailar de salsa con sus pasitos adelante y pasitos hacia atrás.
Si un Presidente puede hacer campaña abiertamente por su partido y nadie puede objetarlo siquiera moralmente, entonces no hay quien pare el uso de fondos ilícitos en las campañas electorales. Se han encarecido tanto que para competir los partidos van a delinquir. Solo hay que ver lo que han sido estos últimos doce meses para preguntarse con consternación si los RD$467,736,666 que por disposición de la ley electoral le tocaron (individualmente) al PRD, PLD y PRSC alcanzan para el movimiento proselitista que nos ha agobiado por más de un año. Y como nadie regula las contribuciones externas, abiertas quedan las puertas a los narcodólares que con el canje se vuelven narcofuncionarios, narcolegisladores, narcomilitares.
Si denuncias documentadas de desvío de fondos del Estado por miles de millones de dólares, denuncias de tramas para derrocar a mandatarios extranjeros y asesinar a políticos locales se quedan en meras manifestaciones lo que ha llamado el premio Nobel Mario Vargas Llosa “La civilización del espectáculo”, entonces de qué sirve tener medios y periodistas. ¿Para qué sirve el poder judicial?
Si, según las encuestas, la corrupción no está entre las mortificaciones nacionales ¿cómo resolver todos los males de ella emanan?
Si la Junta Central Electoral objeta a observadores por vínculos políticos, pero acepta a reconocidos dirigentes partidarios como jueces, ¿cómo discernimos entre el bien y el mal?
Si la única opción de triunfo electoral reside en maquinarias antidemocráticas, y probadamente corruptas y desinteresadas por cualquier bienestar que no sea el propio, ¿en qué país vivirá mi hijo cuando le llegue la hora de votar?
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